Sao Paulo

Paulo nació entre cajas y aunque le permitieron el calor de su madre, no sería por mucho. Tiene varios hermanos, pero todos fueron separados muy jóvenes cuando un hombre se llevó a su madre, a la cual nunca volvería a ver. Su hermano más pequeño apenas acababa de dejar la teta de su madre. Uno a uno fueron repartidos entre aquellos que podían acomodarlos, alimentarlos y darles techo. A ellos tampoco volvería a verlos.
A Paulo lo adoptó una pareja joven que vivía en un pequeño apartamento cerca de la playa de Isla Verde. Aunque al principio no dormía bien y lloraba bastante a la hora de dormir, lo trataban bien. Extrañaba estar cerca de su madre y sus hermanos. Pero a medida que pasaban los meses, el buen trato y el cariño de su nueva familia lo hicieron recordar cada vez menos su pasado y acoplarse cada vez más a su nueva vida. Su madre adoptiva le regaló un collar el cual llevó puesto siempre de ahí en adelante. Ya nada era igual, siempre tenía con qué jugar, una cama cómoda, todo que pudiese desear y muchos días soleados con su nueva familia.
La playa era su lugar favorito. Se la pasaba corriendo por la orilla del mar, jugando a escapar del agua. Nadar le pareció casi como un instinto innato. Al principio le tenía algo de miedo, pues tragó muchas veces agua como consecuencia de una u otra ola que le revolcó hasta llegar a la arena, pero al verlo temeroso, su familia se metía con él y pronto se metió solo. Hizo varias amistades con otros residentes del área, algunos algo mayores, otros menores, unos más grandes y otros no tanto. Se sentía feliz. Era feliz.
Pero eso no duró mucho, un día como cualquier otro, vio a su madre adoptiva salir por la puerta gritándole a su padre con varias maletas en mano. Nunca volvería a verla. Después de ese día todo cambió, su guardián se volvió una persona agresiva, le gritaba por cualquier bobería, para luego llamarlo a su lado y pasar su mano por su azabache cabellera, disculpándose. Pero los humores de aquel hombre fueron empeorando tanto que un día, en uno de sus arrebatos de cólera volvió a Paulo cojo por el resto de su vida. El respeto que Paulo le tenía a su protector se destiñó y sintió deseos de volver a aquellos momentos que vivía apiñado en un pequeño espacio con su madre y sus hermanos.
Un buen día, su padre adoptivo amaneció de ligero humor. El sol estaba solo entre todo el azul. Ese día fue con él a la playa y como cualquier otro día en las orillas, Paulo corrió y corrió y corrió, con todo y cojera, hasta que ya no vio a aquel hombre que había sustituido en piel propia al otro que anteriormente lo trataba con cariño. Anduvo vagabundeando por el área cercana, caminando de restaurante en restaurante buscando la dádiva del prójimo para comer. No fue hasta un día que, frente a una pizzería brasileña, se le acercó una pareja que lo detuvo curioso al ver su aspecto ―¿Chico, pero de dónde has salido tú? ―, Paulo solo les dio una mirada penosa, pero ni un sonido. Varios comensales que salían del negocio se mostraron compasivos al ver aquella estampa, acercándose a preguntar a la pareja para indagar sobre la situación, pero rápidamente se lavaron las manos, alejándose del asunto, desapareciendo del lugar una vez satisfecha la interrogación. Algunos comentaron ―Suerte. Que resuelvan pronto la situación. Que Dios los bendiga por su gran corazón ―siguiendo con consejos superficiales, que aunque informativos, no ayudaban a la pareja a resolver el enigma del que ahora se sentían responsables. Intervinieron, obligados por la pena, y aunque contactaron a las autoridades locales del área, todos los policías, en su típica vagancia isleña, también se lavaron las manos y para no intervenir en el asunto, prometieron a la pareja encargarse de hablar con el departamento a cual se suscribía dicha situación. Pasado un tedioso tiempo de espera, nadie apareció y la pareja tomó el asunto como causa propia. Se llevaron al joven, dispuestos a resolver la difícil situación personalmente.
La pareja se encargó inmediatamente de poner fotos del chiquillo en las redes sociales, con una breve explicación del suceso y, aunque muchos simpatizaron con la obra, nadie hizo nada. Y aun comunicándose aquellos que oficialmente se suponían que se encargasen del asunto, las excusas y los esquivos los hicieron desistir. Lo conversaron y decidieron que le darían estadía hasta que encontraran resolver la situación y encontrarle un lugar apropiado. El tiempo pasó, pero lo único que lograron fue encariñarse del pequeño, finalmente dándole su propia cama y mucho cariño. El pelinegro se acopló a su nueva familia rápidamente, quienes le rindieron las mismas pleitesías que sus primero padres le mostraron al principio. Pronto, los preocupados jóvenes de la pizzería se convirtieron en sus nuevos padres. Al menos, trataron de serlo.
Paulo ahora también tenía una hermana, Chanel, mayor por varios años y engreída como hija única desde su nacimiento. Chanel, no estaba muy contenta con su nueva situación y, como cualquiera que lucha por la vuelta al paraíso de la atención absoluta de sus padres, comenzó a mostrar su disgusto a su nuevo “hermano”, peleándose con él frecuentemente y metiéndolo en problemas cada ocasión que tuvo la oportunidad. Sus nuevos padres se comenzaron a preocupar. Su hija era todo lo que conocían y, por más que Paulo fuera buen chico y causara pocos problemas, sus nuevos padres nunca pudieron darle equidad ante su hermana.
En tan solo meses, la tensión entre su hermana y él, los regaños constantes de su familia adoptiva, provocaron un cambio en el comportamiento de Paulo que solo precipitó el fin.
Comenzó tratando de sacarle el cuerpo a su hermana ante su familia, pero ellos, inamovibles, siempre le concedieron el favor a Chanel. Poco a poco, su comportamiento se convirtió más rebelde y destructivo. Finalmente, un  día, buscando inconscientemente la atención, Paulo ingirió una cantidad indeterminada de pastillas de todo tipo, descuidadas por la pareja, que llevó a sus nuevos padres adoptivos a reconsiderar la situación. Preocupados, los jóvenes determinaron que el tenerlo allí ponía en peligro, no solo la propia vida de Paulo, sino también la de Chanel.
En menos de una semana, Paulo se encontró enjaulado en la perrera, extrañando nuevamente a su madre y hermanos,  rodeado de todo tipo de perros que, como él, fueron marginados, echados a la calle y dejados a su suerte. Pasaron unos meses y aunque siempre fue un perro bonito y gentil, su cojera fue un disuasivo para su adopción.

Un día, tan desabrido como todos los otros, una mujer de apariencia varonil abrió su celda, con un lazo al final de un palo lo detuvo por el cuello y lo llevo casi a rastras a un cuartito sin ventanas. Tenía frío, la mesa de metal estaba helada y, por más que luchó por escapar, la mujer lo mantuvo pillado contra la camilla invernal. La puerta se abrió y por un momento sintió que vería a alguien quien lo rescataría, pero no. Era un hombre vestido de gris, de aspecto gris, con intenciones grises. El hombre preguntó a la enfermera ―¿Está listo? ―a lo cual la mujer asintió. El veterinario agarró el puntiagudo objeto, lo insertó en una botella, extrayendo un líquido amarillento, llenó la jeringuilla. Sin aviso, el señor gris le agarró la pata coja, introdujo la aguja e inyectó el contenido dentro del indefenso. En unos segundos, la felicidad le sobrecogió nuevamente, se sintió como cuando vivía en aquella caja, cerca del calor de su madre y la compañía de sus hermanos. Paulo, por fin, movió la cola de alegría por última vez y luego… solo sintió paz.