Cada noche antes de
acostarme miro el cuadro que está junto a la ventana. Y a veces, por las
mañanas, es lo primero que veo cuando abro los ojos. Es un bodegón que mi padre
pintó cuando tenía dieciséis años. Lo llevo conmigo hace unas cuantas mudanzas.
Me lo regaló él mismo, no fue por cuenta propia, sino por un capricho mío de
tener una pintura de cuando mi padre era joven. Lo llevo viendo desde que tengo
memoria. Estaba colgado en la pared del comedor de la casa de mi abuela en una
montaña de Yauco, donde toda la familia podía mirar y ver un adorno acorde con
el lugar donde estaba situado. Puesto en el centro de la pared blanca, le
acompañaban otros dos bodegones más pequeños, que también traté, aunque infructuosamente,
de heredar temprano.
Para mí era más que un
cuadro en el comedor de mi abuela, era una muestra contundente de que el arte
corría en la vena familiar. También era algo que tenía en común con mi padre,
en algún momento. Luego, dejó su sueño de ser pintor y lo cambió, en un trato
con su padre. Se iría a estudiar a la universidad más lejana de su casa, pero
sería algo práctico como medicina, administración de empresas, derecho, aunque
en la mente de mi abuelo los abogados carecían de moral y eran unos embusteros.
Así que fue abogado. Luego asesoró a un gobernador. Después fue juez, primero
de primera instancia y posteriormente en la corte de apelaciones. Finalmente
asesoró al secretario de justicia y luego
se acogió a un retiro muy bien provisto. Sin embargo, mi padre siempre hablaba
de lo mucho que le gustaba pintar. Le cambiaba el semblante y me mostraba un
arrebato de libertad en su sonrisa.
El bodegón aparenta ser
sencillo, en cambio yo veo una complejidad en él que otros no ven. Asemeja una
pintura impresionista. En él se puede ver una mesa con un florero improvisado
color azul marino con una pobre cantidad de flores y hojas que son más
silvestres en su desempeño que en su intención. Sus pétalos amarillentos con
ocres, anaranjados y blancos. A la derecha y en perspectiva un tanto más
cercana hay una vasija con tres frutas que parecen ser naranjas. Junto a ella
hay una botella de cristal de la cual se extiende un sorbeto, que igual podría
ser un lápiz o hasta un pincel. A la izquierda de la botella, un place mat verde con un platillo blanco
vacío. La mesa tiene un mantel color turquesa claro y el fondo del bodegón
tiene la impresión de ser un retazo de telón oscuro. En la esquina derecha de
la mesa su firma y el año, 67. Su firma guarda un parecido a su firma de ahora,
pero ya no es la misma. El año me hace pensar obsesivamente en el año en que
nació, 1950. Luego me lleva en línea recta al siguiente soliloquio: ¿Por qué
era que no tenía diecisiete? Ah, porque lo pintó en verano y él cumple en
noviembre.
De un tiempo a esta
parte, en el cuadro han comenzado a aparecer otras imágenes. Al principio pude
ver dos espátulas para trabajar el óleo, algunos pinceles y un libro con una
imagen que ahora reconozco es una pintura de Degas. Y me pregunto: ¿Podría
decirse que un cuadro impresionista de una obra de Degas es realista? Se han
ido añadiendo otras cosas: una paleta de colores, un estante de libros, un
radio pequeño. Hace poco se añadió una ventana con un paisaje montañoso. En éste
hay un camino que parece ser de tierra y a su vera, una pequeña casa de madera puesta
sobre socos con la figura de un hombre sentado en la escalera de dos peldaños
de la única puerta de entrada. Frente a la casa, al otro lado del camino, un
flamboyán prendido de ramilletes rojos y anaranjados. Me recordó el flamboyán
frente a la casa de mi abuela.
Ayer hablé con mi padre por
un rato. Me dijo que lo aceptaron en la facultad de artes plásticas de la UPR.
Pude notar su alegría en la voz.
Al abrir mis ojos esta
mañana, el flamboyán estaba envuelto en llamas que se perdían en el amanecer
del paisaje de la ventana en el cuadro. Por más que busqué no pude encontrar al
hombre de la escalera.
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