Fui


Soy, como fui todas las noches del pasado año. La primera vez que me materialicé fue a los pies de su cama, mientras ella dormía. Siempre aparezco en el mismo lugar, parado, mirando en su dirección. Y como todas las veces anteriores, no puedo evitar pensar en el primer día. Era como tener amnesia, no sabía quién era ni donde me encontraba, pero me sentía tranquilo.
Con una curiosidad serena, comencé a observarla. Pero la curiosidad, como una vieja gotera, persistió y comencé a divagar por su cuarto. Miré superficialmente al principio, pero el charco engrandeció gota a gota. Escudriñé las gavetas de su mesita de noche, otro día, las de su tocador, el siguiente, las de su escritorio, abrí su clóset y hurgué entre su ropa. No dejé ninguna arista del cuarto o esquina recóndita sin husmear. Muchas noches, me recosté en el chaise lounge adyacente a la ventana a leer los libros que sobrecargaban sus estantes, hasta que era casi hora de ella despertar y yo desaparecer. En ocasiones, me senté en la cama, a su lado, y le leí cuentos para niños en voz alta, en particular, uno que contaba de un país maravilloso y que siempre mantenía cerca de ella.
Pronto, me atreví a hablarle. Le pregunté sobre sí misma y si tenía algún conocimiento de cómo es que yo existo. Imaginé sus contestaciones, escuché su voz melosa, grabé sus risas y retuve sus miradas alegres en la tábula ya no tan rasa de mi mente. Aprendí que mis acciones, palabras y hasta humores alteran su sueño. Cuando me siento solitario o molesto y le cuestiono sobre por qué estoy confinado a su cuarto,  desaparezco a media madrugada y reaparezco horas más tarde, solo para volver a dejar de existir cuando suena el despertador hasta el próximo tercio de vida de Alicia. Así se llama, como la de su libro, por lo que también me autonombré Lewis.
A veces, muevo de sitio cosas que necesitará en la mañana. Cuando escondo algo bien, veo en su cara la molestia de no haber encontrado el imprescindible objeto y lo vuelvo a colocar en algún lugar obvio. La noche siguiente su cara luce algo dulce. En las madrugadas que su rostro se muestra gentil, levanto un poco su cabeza, meto mi brazo y, abrazándola, la descanso sobre mi pecho. Brevemente, siento su abrazo atrayente.
Observo a Alicia, como todas las noches. Gira hacia su izquierda, se acomoda, se aquieta, solo para deshacer su giro diez minutos más tarde. Percibo su estado de ánimo dejándome llevar por la prolongación de sus lapsos de serenidad e inquietud.
Hoy está apesadumbrada y creo que sé por qué. Anoche, volví a leer su diario y le he hecho algunas correcciones. Para calmarla, camino hasta ella, me siento a su lado y meto mis dedos entre las sedosas hebras lacias que salen de su cabeza. Siento el sutil aceite de su piel mientras arrastro las yemas por el cuero cabelludo y extiendo su pelo entre mis dedos como un peine, dejándolo caer al llegar a su punta. Eso la tranquiliza, lo aprendí en una de mis lecturas matutinas a su diario.
Rastreo cada centímetro de su piel y escucho su respiración lenta, profunda. Extiendo mi brazo hasta las plantas de sus pies. Mis dedos se deslizan desde ellos, recorren sus pantorrillas, sus muslos, curvean sus caderas, cruzan el puente de su cintura, disminuyen la velocidad sobre su vientre y se detienen en la mano de Alicia. Se la levanto, revelando un papel, escrito en su puño y letra, apretado sobre su seno. Es una nota que me invita a leer un libro titulado DSM V, puesto para mí en el centro de su escritorio. Tomo el texto con una mano, me siento al borde de su cama, con la otra halo el listón azul que marca la página y leo el título del tema: «Trastorno de Identidad Disociativo». No tuve que leer mucho.
La rabia me posee. Tiro el pequeño libro, salto sobre la cama  y comienzo a gritarle al cuerpo yerto de Alicia: «Es mentira… es mentira… tiene que ser mentira. ¡Yo soy!... ¡Yo soy!».