Matilde

He venido encendida al desierto pa' quemar,
porque el alma prende fuego cuando deja de amar.
―Llhasa de Sela,
El Desierto

El divorcio fue catastrófico. Vio el mundo que ella había creado colapsar: desespero, dolor, pero más que eso, Matilde sentía cómo se enraizaba en ella un sentimiento de desprecio, algo cercano a los dominios de la rabia y muy parecido al odio. La traición de Julio caló muy hondo. Y sus hijas, como el refrán, pagarían, siendo justas, como pecadoras. Treinta y cinco años más tarde pienso que simplemente el amor la abandonó, como el contenido dulce de una fruta que se pudre.


Colocaron a la niña envuelta en mantas blancas y sangrientas en sus brazos. Matilde sonrió, su respiración se hizo rápida y profunda. La consumió una sensación muy parecida a la felicidad. No obstante, el miedo la acometió por unos segundos. Se preguntó si había apostado contra el orden natural de las cosas al tratar tantas veces de ser madre. La emoción desapareció tras el leve lloriqueo de la pequeña criatura que temblaba en sus brazos. Volvió a sonreír. Sofía era un milagro consumado, aunque otros dirán que fue un triunfo de la ciencia. Su esposo, Julio, estaba tan contento como ella, también sintió como la sombra pesada de sus pasados nueve intentos se disipaba y podía ver por fin el verdadero color de la esperanza multiplicarse.
Después de nueve embarazos y muchas deudas médicas, la vida le había dado a Matilde una niña y ella estaba dispuesta a darle todo el amor del que fuera capaz y todas las cosas que estuviesen a su alcance, que no sería poco dado que Julio se convertiría en un hombre próspero como abogado criminalista. Años más tarde tendrían otra hija, Ana, sin siquiera estar tratando y quien ahora compartía ese día de cumpleaños con Sofía.


Sofía regresó por unos días a la casa para estar con su madre. Había terminado su penúltimo semestre en la facultad de derecho de la UPR, así que tendría varias semanas de vacaciones antes de reanudar clases. Matilde ya no era la misma tras el divorcio, lo sabía, pero seguía siendo su madre, así que se sintió confiada. Al quinto día, el cual coincidía con su cumpleaños, Sofía despertó escuchando voces ásperas y viriles que venían de la sala, creyó escuchar a su madre también. Caminó hacia la sala hasta que escuchó a uno de los dos hombres uniformados recibirle:
―¿Sofía Sabatier Serallés?
―¿Sí?
―Queda arrestada por posesión y distribución de sustancias controladas. Tiene el derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra en un tribunal de justicia. Tiene el derecho de hablar con un abogado. Si no puede pagar un abogado, se le asignará uno de oficio. ¿Entiende usted sus derechos como se los he explicado?
Sofía buscó los ojos de Matilde, pero aunque sus miradas se cruzaron, sentía que veía un arlequín, frío, inmóvil. No la ayudó que Julio estuviese fuera de la isla, en su bufete de Orlando. Así que Ana tuvo que salir el día en que ambas cumplían años a buscarla al tribunal y pagar la fianza. El caso fue sobreseído en un corto tiempo solo por el historial que tenía su madre de hacer querellas frívolas contra su padre, sin embargo, a Matilde nunca le pudieron probar culpa de nada, no recuerdo bien, pero creo que fue un tecnicismo. Para mala suerte de Sofía, su imagen en la escuela de derecho se vio un poco lacerada y hasta se inició un proceso administrativo en el cual la suspendieron sumariamente. Esta trastada le perseguiría en rumores de le élite puertorriqueña por años y años.


Recuerdo el día que conocí a mi esposa, yo tenía nueve, ella cumplía siete. Se me acercó y me dijo: «Soy Sofía Sabatier Serrallés, mucho gusto». Tragué fuerte y le di la mano totalmente atontado. «Mi nombre es Hiram Alexis», e hice una mueca que semejaba una sonrisa chueca. Don Julio presenció el suceso y, un poco borracho, me dio una palmada en la espalda con su mano de oso que casi cubrió mi espalda, diciéndome: «Prepárate, ella será la de los pantalones». Eso lo confirmé, mucho antes de casarme, pero aun así soy feliz.
Las fiestas de Matilde siempre fueron over the top[1], pero siempre sentí que esa fue la mejor fiesta de mi vida. Ella siempre se aseguró de que sus invitados se sintieran a gusto y totalmente satisfechos (en algunos casos nada legal). Para ese entonces sus invitados incluían artistas, diseñadores de moda, empresarios de gran éxito y por supuesto, con el tiempo, personajes en el poder. Pero más que entretener, Matilde siempre se aseguró de que el cumpleaños de sus hijas fuese una tradición entre la familia y amigos. Más aun, que Sofía y Ana tuviesen todo lo que se les antojara. Y por supuesto, que Julio fuese el centro de toda atención entre los invitados, así como él era el suyo. Todo lo mejor para su familia.


Cuando sentenciaron a Julio, Matilde se levantó del banquito del salón de sesiones. Enganchó la Hermès en su antebrazo izquierdo y se colocó unas gafas que cubrían gran parte de su rostro. La prensa estaba de fiesta, en una isla de cien por treinta y cinco[2] cualquier hueso es filete. La recibieron entre una ola de preguntas y alegaciones gritadas hacia ella a las puertas del tribunal. Las ignoró y continuó su caminata a donde su chofer le esperaba con la puerta abierta. Los rumores eran jugosos y había tantas versiones de lo que ocurrió, que ya nadie sabía qué pensar, pero el modus operandi era sospechosamente parecido al de Matilde.


Justo antes del divorcio, el trabajo y su asistente personal eran para Julio un refugio de las excentricidades de su esposa, las cuales acrecentaban proporcionalmente al balance de su cuenta bancaria. Ana, la consentida de Matilde, siempre andaba enajenada de la situación que la rodeaba, pues su crianza le había enseñado el verdadero valor de las cosas… las carteras, los zapatos, la ropa, los lujos, las drogas y otros excesos de una teenager consentida. La opinión de Sofía, sin embargo, reflejaba su capacidad de observación y la madurez para desmenuzar sus partes para llegar al fondo de las cosas de una manera diplomática. No le tomó tiempo para imaginar la urdimbre que se tejía lentamente en su hogar, así que decidió echar vuelo a Massachusetts para estudiar lo mismo que Julio, su padre.


El velorio de Ana estuvo muy concurrido. Era la primera vez que Matilde la vería en ocho años. Aunque la morgue se encargó de hacer todo lo posible para disimular su estado, los años de mucho maltrato de su cuerpo fueron imposibles de encubrir con maquillajes y ropaje vistoso. Tomó entre las suyas las rígidas, frías y agujereadas manos de su hija. Estalló en llanto, un llanto viejo, perplejo, guardado bajo presión en alguna parte irreconocible de sí.
Caminamos hasta la mujer derrumbada sobre el cuerpo de Ana. Me detuve un poco antes para darles privacidad. Vi a Sofía decirle algo a Matilde y luego abrazarla como si todo lo que ella me había contado sobre su madre fuese solo un cuento. La robusta mano de Julio se deslizó por su espalda y solo pude escuchar cuando le decía: «Lo siento». Pienso que esas dos palabras estaban cargadas de miles de «lo siento». Matilde se abrazó a ambos cuellos sin decir nada y sollozó mientras hundía la cabeza en sus torsos.
Fue así como conocí a mi suegra Matilde, a don Julio y a la tía Ana, que en paz descanse.




[1] Over the top: expresión en inglés que se refiere al exceso de pomposidad.
[2] En Puerto Rico, por ser territorio estadounidense, se utiliza el sistema inglés (pulgadas, pies, yardas, millas). Puerto Rico mide 100×35 millas, equivalente a 161×56 km.

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