no se nace odiando
el odio se enseña
no se nace rabioso
la rabia se aprende
―José Pastor González,
El ruido de los cuerpos al caer
El sonido de un cuerpo al caer no es tan parecido al de
las películas, no retumba tanto. No es tan profundo ni disonante, se asemeja
más a un desparrame rápido y seco. Sin embargo, el estallido de un calibre 22 ya es familiar, corto y leve . Había practicado tiro al blanco cuando
joven y ésta había sido mi arma preferida. A corta distancia era precisa y no
permitía el derrame de mucha sangre. Aun así, nunca había disparado contra una
persona y menos aún estaba preparado para esa realidad a la que ahora me
enfrentaba, la sangre se esparcía más rápido de lo que hubiese imaginado, pero
no podía moverme. Ahora había dolor donde hace un momento me consumía la rabia,
y un vacío que no me lo esperaba, una sensación más parecida a la desolación.
Mis padres siempre han sido ejemplares. Mi madre es una
mujer muy independiente y obstinada. Mi
padre es un hombre sosegado, gentil y muy católico. Ambos han sido personas
importantes en los círculos políticos: mi padre por su cargo como líder de la
mayoría senatorial; mi madre, más que por haber sido procuradora un tiempo
atrás, era reconocida por su coquetería política. Con un solo gesto suyo podía
hacer que un senador cambiara de opinión y hasta votara en contra de su propio
proyecto de ley. No que fuera coqueta en realidad, sino que su belleza era un
elemento distrayente en cualquier conversación. Los hombres la deseaban y sus
esposas querían ser como ella, siempre tan de pasarela.
Me arrestaron unos días después, en un motel de Isabela.
Me gusta esa área, siempre tuve la ilusión de montar un negocio de sliders[1]
y cervezas al lado de la playa cerca de donde me encontraron. El cuartel de la
policía quedaba cerca. Era un edificio viejo de mampostería, un poco
deteriorado por el salitre. Me ingresaron en un cuartito pequeño en el que solo
había una mesa con dos sillas. Hacía bastante frío y aunque podía escuchar
voces, nadie entró al cuarto por algunas horas. Comenzaba a impacientarme
cuando por fin entró una mujer. Vestía una blusa blanca abotonada justo hasta
donde se insinuaba el nacimiento de sus senos, unos pantalones negros de
cintura estrecha y apretado en las caderas, típico en estas partes del Caribe.
Era guapa. Comenzó la conversación dejándome saber que tenían el arma homicida
con mis huellas como evidencia. Solo me limité a pedir un abogado, eso lo
aprendí a temprana edad de mi padre, quien fue muy enfático con algunos
consejos legales una vez llegué a la adolescencia.
Conocí a Alejandro, mi hermano de sangre, hace unos
meses, me lleva ocho años y se parece mucho a mí. Si él no tuviese unas cuantas
canas, podría decirse que parecemos gemelos, pues es alto como yo, las mismas
facciones, el pelo lacio y tiene mi mismo tipo de piel de los moros de España.
Ambos nos vemos más jóvenes de lo que somos. Él se acercó a mí un día mientras
yo estaba en un restaurante cenando con mi novia. Me dijo que llevaba años
tratando de localizarme y que dio conmigo por casualidad en Facebook.
Intercambiamos teléfonos y acordamos encontrarnos. Al principio le pareció
increíble, pues él me creía muerto hacía más de veinticinco años, pero luego de
ver algunas de mis fotos de cuando era un poco más joven se dio cuenta de que
era su hermano. Así que decidió buscarme. Al día de hoy todavía me parece
increíble que en una isla de este tamaño nunca nos hayamos conocido o que nos
hayan confundido.
Éramos diferentes de carácter. Él era un hombre, y yo
todavía un niño engreído. Me habló de mis verdaderos padres y las
circunstancias que rodearon sus muertes. Alejandro expuso en detalle cómo ambos
habían pertenecido a un grupo de independentistas activos conocidos como Los
Macheteros y me confesó cómo había conseguido pruebas de que ambos habían sido secuestrados
y masacrados por órdenes de ciertas personas que se vieron amenazadas por sus
acusaciones. También me explicó que el día de su muerte yo estaba con ellos y
que, por tanto, él pensó que yo también había muerto, aun cuando mi cuerpo
nunca fue hallado.
Conocí a mi abogada en el cuartito invernal donde me
metieron. Era amiga de Alejandro, a quien llamé tan pronto me dieron la
oportunidad y quien me hizo la advertencia de que no hablara hasta que ella y
yo hubiéramos conversado sobre lo sucedido.
Mis padres eran anexionistas y lo promulgaban como la
única solución al estatus medianero en el que se encontraba la isla. Durante mi
crianza se me enseñó a discernir y hasta detestar cualquier indicio de independentismo,
a tal punto de que todas mis amistades venían de familias con intereses
parecidos. La idea de un Puerto Rico independiente de Estados Unidos era como
hablar de Lucifer dentro de una iglesia en plena misa, puro fanatismo, pero
para mí era la cosa más normal del mundo. Mi padre, en particular, se molestaba
sobremanera al tocar el tema.
Alejandro me dio un folio que contenía información
contundente e irrefutable sobre el asesinato de nuestros padres. Me explicó que
aunque tenía el caso resuelto no había quién lo tocara, pues implicaba a
algunos altos funcionarios, senadores, representantes y hasta a un
exgobernador.
Ese día esperé sentado
en la sala con los documentos y las fotos de mis padres sobre la mesa de
centro. Agnes, mi exmadre, entró primero. Al ver lo que estaba sobre la mesa,
giró y abrazó a Romero, mi expadre. A ella le disparé una sola vez en la sien y
solo un hilo fino de sangre brotó de aquel orificio pequeño. Él comenzó a
gritarme con los puños en el aire y a decirme, mientras caminaba hacia mí, que
yo era un terrorista como mis padres. Fue lo último que dijo. Le hice dos
disparos en un ojo y en la frente y me quedé parado allí esperando a que se
desangraran.
Mi abogada me dirigió una mirada inquisidora y yo
simplemente le comenté: créame, licenciada; fue Alejandro, yo no lo hice.