Ventana vacía

Tomaba el café de todas las tardes. Llovía, así que me senté en el balcón a disfrutar el fresco que traía la lluvia. Nunca me había fijado en la cercanía de las ventanas vecinas. Fue así como tropecé con esa imagen que no he podido borrar y que ahora me obsesionaba.
Husmeaba a través de las ventanas. Allí la encontré, semidesnuda, sobre su cama, peinando su melena lacia mientras se miraba en el espejo del clóset. Se volteó, dejándome ver sus senos, gotiformes y dadivosos. Encontró mi mirada, pero no se inmutó. Sonrió con complicidad y devolví una sonrisa torpe de nerviosismo. Me sentí caliente, un calentón muy familiar, y luego, el apretón en mis cortos.
Al día siguiente, encontré en mi carro una nota que solo tenía escrito: “10:30 p.m.”. Al principio no entendí, así que la guardé en mi bolsillo y la olvidé.
Regresé a casa cerca de las 8:30 p.m. Al quitarme los pantalones, la nota cayó al suelo y pude ver nuevamente la hora escrita en el pedazo de papel. Me di un baño, comí y me senté frente al televisor. En eso, comenzó a llover y minutos más tarde, como de costumbre en esta área de Santa Rita, se fue la electricidad. Era muy temprano para dormir, estaba muy oscuro para leer dentro y, sin el abanico, el mismo Belcebú se marchitaría en la sala. Así que prendí una lámpara de gas y fui al balcón a leer. Miré las ventanas vecinas, en especial la ventana que ahora me obsesionaba. Estaba totalmente oscura.
Leía un cuento de Millás cuando percibí una luz tenue que provenía de la ventana de la mujer del pelo lacio. Cerré el libro, me incorporé y me acerqué a la baranda prestando toda mi atención a la luz de velas proveniente de su cuarto. Poco a poco se fueron prendiendo más velas, hasta estar lo suficientemente iluminado como para distinguir su silueta vestida con un negligé transparente. Era una mujer esbelta, de cintura estrecha, pechos rebosantes y erguidos, unas caderas sinuosas como de pin-ups cincuentosos y unas nalgas que dejaban saber que estaba en sus veinte.
Se acercó a la ventana, me miró y quedé totalmente paralizado, esta vez no por el nerviosismo, sino por su porte de Helena. La miré y sonrió nuevamente, mientras llevaba la mano a su espalda, agarrando una cinta que colgaba y halándola. El lazo se deshizo lentamente y vi como el negligé se abría despacio, rodando por sus hombros delgados y deslizándose por su cuerpo hasta desaparecer de mi vista. Estaba en brasier, panti negro transparente y unas medias a medio muslo, de las que tienen la costura en la parte de atrás de la pierna, agarradas con liga a la cintura. Para este momento, yo tenía las manos dentro de mi pantalón y me tocaba sin darme cuenta, como náufrago entre sirenas. Ella continuó por desabrocharse el brasier, dándome la espalda para luego volverse y enseñarme orgullosa su pecho. Sentada en la cama se quitó las medias. Luego se recostó mientras levantaba ambas piernas, cruzándolas, dejándome ver la redondez de sus nalgas, mientras se quitaba el panti con paciencia. De pronto, abrió sus piernas y comenzó a tocarse mientras me miraba directamente (no entiendo cómo podía verla entre la lluvia y la luz de las velas, pero para mí era tan claro como el día). Me sentí como si estuviese con ella y mientras la veía tocarse, podía sentir sus manos que me tocaban a mí también.
Me encontré en otro lugar y podía ver sus ojos amarillos mirándome a unos centímetros de los míos. Ya no estaba tocándome, estaba sobre mí mientras yo yacía amarrado a los pilares de su cama. Podía sentirlo todo, me besaba los hombros, el pecho. Acariciaba mi duro y carnoso instrumento listo para entrar. Lo deslizó con un roce de su clítoris, y penetré su vasta humedad. Ella apretaba su pubis contra el mío, mientras subía y bajaba las caderas, que parecían ser independientes de su torso. Paseaba sus gemelas sobre mi cara y el movimiento rítmico me hacía querer más. Trataba de soltar mis manos, ella sonrió y me las apretó más. Se salió, y jeremiqueé como un niño, hasta que sentó su concha en mi cara con sus piernas presionando mi cabeza, como queriendo que probara su perla. Su olor me calmó, y cuando sus labios carnosos tocaron mi pene, ya no estaba en una cama, se desmaterializó a mis espaldas. Su sabor era embriagante y yo quería estar dentro nuevamente, pero mamaba como una reina. Pude soltar una mano y logré introducir mis dedos en ella, mientras con la lengua le daba vueltas al clítoris. La sentí desquiciarse un poco por su respiración. Se levantó, se volteó y se sentó nuevamente en mi pene, esta vez con empeño. Agarró mi pelo y lo haló con fuerza, mientras me cabalgaba como si estuviera en una carrera monte abajo. Mordisqueaba mi cuello y ponía sus pezones en la boca, dejándome saber que le gustaba que los apretara con mis labios. De pronto, sentí cómo su cuerpo se tensaba. Su respiración se hizo intermitente y soltó un grito desgarrador de alivio profundo. Pensé que esto la haría detenerse, mas solo intensificó su cabalgata; ahora ñangotada y con las rodillas en mi pecho, con un sube y baja más fuerte e intenso que antes. De momento, era yo el que sentía como sobrevenía una calentura irresistible, y me deshice adentro. Ella continuó unos segundos más, y esta vez, al levantarse, salió un chorro transparente que corrió entre nuestras piernas y mi pecho.
Se acostó, sobre mi pecho mojado y se durmió. Eché mi brazo desamarrado encima y dormí al poco tiempo.


Al despertar, ya era de día. Estaba tirado en el suelo del balcón y mi ropa por todas partes. Me incorporé y miré la ventana vecina. No pude ver nada hacia adentro. Me vestí y fui corriendo a su apartamento. Toqué y toqué, pero nadie me respondió, con excepción de una vieja que salió al escuchar los golpes en la puerta. Me preguntó:
—Muchacho, ¿a quién llamas con tanta urgencia?
—Pues, señora, a la chica que vive en este apartamento—le contesté.
—Pues llegas un poco tarde. Murió hace unas semanas. La encontraron sobre su cama, desnuda, encima de un jovencito.
Sentí que todo se detenía a mi alrededor, se movía en cámara lenta. Por unos segundos  la verdad y la ficción se entrelazaron. Pude escuchar mi nombre a lo lejos, pero era solo mi mente, llamándome a regresar a la realidad.

 Regresé a mi casa y  me bañé. Todavía aturdido, me vestí y caminé hasta mi carro donde encontré otra nota que decía: “¡Gracias, no puedo esperar a esta noche! Hoy volverá a llover. 10:30 p.m.”.

2 comentarios:

  1. muchas gracias por la aportación, en mi ciudad llueve y tu narrativa me ha hecho una muy grata compañía.
    Saludos!!

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