El elefante rosa

Cuando era pequeño y mis abuelos todavía vivían, los visitábamos mucho, en especial los días festivos: día de las madres, día de los padres, día de acción de gracias, noche buena y día de reyes. Recuerdo haber escuchado en varias reuniones familiares a alguna persona mencionar que en la familia había un elefante rosa que nadie podía (o quería) ver. De pequeño nunca lo vi, pero recuerdo haberlo buscado por todas partes de aquella casa suspendida en el aire por unos socos larguísimos. Para mí era fabuloso que mis abuelos tuvieran un elefante rosado invisible. Pasaba horas imaginándome montado en el pescuezo de aquella criatura fantástica, bajando desde el monte hasta el pueblo y pasando por la calle Comercio ante la admiración de todos.
Mi abuela, Mamá Carmín, era un pan de Dios, una santa en vida. Siempre tenía una sonrisa, un abrazo y un beso para todos. Mi abuelo, Santiago o Papá Chago, como le decíamos los nietos, era un cascarrabias, siempre quejándose, buscando la paja en los ojos ajenos y eran muchos los ojos en nuestra familia. Todos le teníamos un respeto solemne, que hoy sé, era miedo. Ambos eran ejemplo de lo que debía ser un católico. Nunca faltaban a misa, siempre daban la bendición a todos los que la pidieran y rezaban el Rosario religiosamente antes de irse a dormir, incluyendo todas las letanías. Ya todos nos conocíamos el sonsonete de cada uno. Todavía puedo escuchar la voz de Chago en mi cabeza, en especial cuando llegaba a «…el Señor es contiiiiigo, bendita eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús». Ambos, fueron criados severamente bajo los valores católicos y los llevaban a flor de piel. Verlos juntos era presenciar una paradoja viviente, pues aunque mi abuela vivió bajo el fuete de su madre, Mamá Armantina, su temple era uno de pura bondad, ejemplo de los valores cristianos clásicos, comenzando por amar al prójimo como a sí misma. Mientras, mi abuelo era un hombre de mecha corta, quién al más mínimo indicio de falta de respeto lo resolvía a son de correazos. Igual, eran marido y mujer, ying y yang, blanco y negro, felicidad y terror bajo el mismo techo y en la misma cama. Así bajo el mismo techo, en la misma cama, concibieron seis hijos, de los cuales mi padre es el mayor y creo que el único que logró realmente desaprender todo lo que bajo aquel techo se le enseñó.
Recuerdo que mi padre también tenía temor y respeto a las estrictas reglas de la casa de mi abuelo. Siempre me mandaba a recoger el pelo antes de llegar a su casa, pues mi abuelo pensaba que el pelo largo era de maricones. De adulto, también tuve que esconder los piercings y los tatuajes, pues eso eran «cosas de maleantes y marineros». Mis primos también pasaron por lo mismo, aunque mucho menos severo que mi padre y mis tíos. Ellos tuvieron que pasar el trago amargo mientras mi abuelo era todavía joven y abusivo. Yo y mi hermana éramos quienes más fácil lo teníamos, mi abuelo era más permisible con nosotros, puesto que mi padre, una vez tuvo edad para ir a la universidad, se fue a la capital para estar lo más alejado de su padre que le fuese posible. Mis tíos no corrieron la misma suerte, no sé si por miedo o codependencia. Todos ellos estudiaron cerca, se casaron cerca y vivieron cerca de mis abuelos. Nosotros solo los veíamos una vez al mes, tras un corto viaje de dos horas, después del cual siempre daba una vuelta a aquella casa flotante buscando al elefante rosa.
Cuando pequeño, todos mis tíos estaban casados y todos eran felices. Los mayores de mis tíos, Rafa y Johnny tenían dos hijos cada uno. Los tres tíos menores, Mariola, Laura y Martín tenían tres. Poco a poco todos se fueron divorciando, algunos se casaron nuevamente, pero ambas tías, hasta el día de hoy han quedado «jamonas». O al menos eso decían mis abuelos. Mariola siempre iba sola a las reuniones familiares, pero Laura, mi favorita, siempre llevaba a su mejor amiga, Prieta, quien se convirtió en parte extendida de la familia, así como lo fueron las varias novias de Johnny y las esposas de Rafa y Martín. Imagino que a Prieta le llamaban así por su color canela. Era una mujer callada, de expresiones breves, de apariencia brusca, pero de personalidad afable. Mis abuelos le tomaron un cariño especial y hasta preguntaban por ella cuando no se presentaba.
Uno de mis recuerdos más vívidos de aquellos tiempos fue la ocasión en que pregunté ―Oye, ¿Qué pasó con el elefante rosa del que me hablaban cuando era niño? ―mientras estábamos todos los tíos y primos reunidos en la marquesina, solo faltaba mi abuelo, quien tomaba la siesta luego del almuerzo. Hubo un silencio sepulcral. Luego, titi Laura me agarró de la mano y me dijo ―El elefante rosa siempre está aquí, solo que no lo puedes ver ―con la misma sonrisa que heredó de mi abuela.
Mi abuelo sufrió un infarto cerebral que lo dejó en otro lugar, en otro tiempo. Con el derrame de mi abuelo llegó un aire de libertad y con el tiempo, la madurez me proporcionó un mejor entendimiento de la dinámica de mi familia. Las escamas comenzaron a caer de mis ojos y por fin comencé percibir al elefante rosa. Prieta dejó de ir a las fiestas familiares y Laura trajo a su nueva mejor amiga, Alicia, quien ahora forma parte de mi familia.
Una noche de noviembre, mi abuela murió de una embolia y cuatro meses más tarde, mi abuelo también murió. En el entierro de Papá Chago, me acerqué a Laura, la abracé por el pescuezo y le dije al oído ―Yo sé quién eres ―y luego la invité a darse una cerveza en la calle Comercio.


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